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Cuando inicié mi estudio sobre chimpancés salvajes en 1960, en el Centro de Investigaciones Gombe Stream, no era permitido, al menos no en los círculos de etología, hablar sobre la mente de los animales. Solo los humanos tienen mentes. Ni tampoco era del todo correcto hablar acerca de la personalidad de los animales. Por supuesto que todos sabían que ellos tienen sus caracteres únicos todos los que alguna vez hubieran tenido un perro u otra mascota eran conscientes de ello. Pero los etólogos, luchando por hacer de la suya una ciencia ‘dura’, se mantuvieron alejados de la tarea de tratar de explicar esas cosas objetivamente. Un respetado etólogo, al mismo tiempo que reconocía que había una “variabilidad entre animales individuales”, escribió que era mejor que este hecho se “escondiera debajo de la alfombra”.
Qué ingenua era. Como no había tenido una educación científica de pregrado, no me di cuenta de que en teoría los animales no debían tener personalidades, pensar o sentir emociones o dolor. No tenía idea de que hubiera sido más apropiado una vez que llegara a conocerla o conocerlo asignarle a cada uno de los chimpancés un número en lugar de un nombre. No me di cuenta de que no era científico discutir sobre el comportamiento en términos de motivación o propósito. No era respetable, en círculos científicos, hablar sobre la personalidad de los animales. Eso era algo que estaba reservado para los humanos. Tampoco tenían mente, así que no eran capaces de pensamiento racional. Y hablar acerca de sus emociones era sentirse culpable del peor tipo de antropomorfismo (atribuirles características humanas a los animales).
En los comentarios editoriales al primer artículo que escribí con fines de publicación, se exigía que todo “él” o “ella” fuera reemplazado por “ello” y que todo “quien” fuera reemplazado por “que”. Enfurecida, taché uno a uno los “ello” y “que” y reescribí los pronombres originales. Dado que no me interesaba forjarme un nicho personal en el mundo de la ciencia, sino que simplemente quería vivir entre chimpancés y aprender sobre ellos, la posible reacción del editor de la muy ilustrada revista me era indiferente. El artículo, cuando finalmente fue publicado, les confirió a los chimpancés la dignidad de sus géneros correspondientes y correctamente los promovió del estatus de meras “cosas” a su existencia esencial.
Tomado de: Goodall, Jane. “Aprendiendo de los chimpancés: un mensaje que los humanos pueden entender”. En: Science,
diciembre, 1998: Vol. 282 no. 5397 pp. 2184-2185.
Considere el siguiente enunciado:
No me di cuenta de que no era científico discutir sobre el comportamiento en términos de motivación o propósito.
¿Qué prejuicio cuestiona la autora por medio del enunciado anterior?
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